Antonio y Rafael han estado durante los dos últimos años en nuestra parroquia, ahora seguirán su camino en otra y, con este motivo, Antonio ha querido compartir con todos nosotros su experiencia de fe. Os animo a leer el testimonio hasta el final y a rezar por ellos. Gracias Antonio por tu testimonio y por tu sí al Señor.
Después de estos dos años en la parroquia doy muchas gracias a Dios por haber podido compartir con vosotros el camino de la fe y la vocación. Ahora ya formáis parte de la historia que el Señor está haciendo conmigo para que, sirviéndose de mí, se haga un día presente entre los hombres. Con esta alegría quiero daros el testimonio de como el Señor me invitó a recorrer este camino de la vocación sacerdotal en el que me veo inmerso desde hace tres años.
Nací en Madrid hace 20 años y soy el mayor de tres hermanos. Al poco tiempo nos mudamos a Alcorcón, para estar más cerca de mi familia materna. Desde el principio, íbamos a la parroquia de San Saturnino, en donde un tío de mi madre era vicario parroquial. Empecé a estudiar en el Colegio de las Hermanas del Amor de Dios y a los siete años comencé la catequesis de primera comunión. Era feliz, mi familia estaba cerca del Señor y mis padres nos enseñaron a mis hermanos y a mí a rezarle desde muy pronto y a contar en todo con Él. Mi vida tenía de extraordinario lo ordinario del día a día.
Fue aquí, en mi parroquia de origen, con ocho años, cuando me vino por primera vez una idea a la cabeza: ser sacerdote. Yo acompañaba por entonces a mi tío sacerdote todos los días a Misa, pues era ya mayor y se había quedado ciego. No tenía nada de especial, todas las tardes media hora de Misa y vuelta. Sin embargo, yo noté que eso que veía era para mí y que alguien me invitaba a ello. Se lo comenté a mi tío y al sacerdote que presidía por la tarde y me animaron a preguntar al Señor y esperar.
Tampoco me detuve mucho más a meditarlo, pues lo veía como si fuera un trabajo más al que me podía dedicar (también me gustaba mucho la Historia). Siguieron pasando los años con total normalidad: hice la Primera comunión, me confirmé y ayudaba en Misa de niños como monaguillo. En este momento me encontré con que mi camino en la Iglesia se había acabado. Mi grupo había desaparecido, mis amigos del instituto tampoco creían ni iban a sus parroquias, pero mi familia seguía en la Iglesia y no entendía cómo. Yo creía que ya lo sabía todo y que no necesitaría más, pero en ese momento el Señor me salió al pasó y conocí por mis tíos el Camino Neocatecumenal. Al principio me resistí, pero terminé yendo a las catequesis iniciales.
Descubrí que toda mi vida de fe no había hecho más que comenzar y que sin una comunidad fuerte en la que vivirla y crecer, me moriría. Desde ese momento, entre en contacto con la Palabra de Dios. Semana a semana, la idea de ser sacerdote se me iba haciendo más presente y las celebraciones de la Palabra que teníamos eran un constante goteo de “síguemes” como el de Mateo, sin mayor explicación. Iba comprendiendo que ser sacerdote no era un oficio sino una vocación, una vida entregada para hacerle a Él presente, por medio de la Eucaristía y la Palabra, a todos aquellos que me rodeaban que no le conocían o dudan de su amor.
La subida a la cumbre para darle mi sí al Señor comenzó en 2015. Fui a un campamento en los Pirineos que me mostró por primera vez la alegría de ser cristiano y me acercó a la Virgen María, al ejemplo de su “Fiat” humilde y sencillo a Dios. Comencé a rezar el rosario casi todos lo días y a pedirle a la Virgen que me concediera perseverar en este discernimiento. Todavía no se lo había comentado a ningún sacerdote, pero mi madre y mi tío ya se lo olían. Fue en la JMJ de Cracovia en 2016 cuando el Señor me lo mostró con total claridad. Fueron 15 días en los que el Señor me hizo experimentar la alegría de ser Iglesia en torno a Él y caminar hacia Él. En la Vigilia de Adoración el Papa Francisco nos recordaba que no hemos venido a ser “jóvenes de sofá”, cómodos, sino que hemos venido a dejar huella, a ser libres, a vivir la felicidad de seguir al Señor. Yo sentía que esas palabras me las dirigía el Señor especialmente y me mostró que le serviría a Él y a los hermanos por medio de esta vocación. En ese momento me lancé a hablar con el sacerdote que nos acompañaba, que me invitó a hablar con Charlie, el rector. Ese año comenzaba segundo de Bachillerato y tampoco quería liarme. Me entró miedo y al final dejé pasar la ocasión.
Comencé el curso y pensaba que a lo mejor podía meterme a una carrera y luego ya vería, pero todos los días el Señor me lo repetía una y otra vez: es ahora. Así todos los días hasta la Javierada de 2017. Yo me iba con unos hermanos de mi comunidad. Iba a pasármelo bien y poco más, pero volví a hablar con el mismo sacerdote y comprendí que tenía que ser allí. Regresó el miedo, pero en la adoración del Santísimo escuché en una meditación las palabras que me lo dejaron claro: Confío en ti. El 2 de abril hablé con el rector.
Desde ese día y hasta que entré, viví el mayor momento de angustia y oscuridad de Dios había tenido hasta entonces. No había marcha atrás, pero tampoco tenía luz de que lo que iba a hacer era de verdad lo que Dios quería para mí. Toda mi vida había estado convencido de ello, pero en este momento el demonio aprovechó para sembrarme dudas: y si estudias una carrera, y si empiezas a salir con tal chica, y si te metes y luego te sales, vas a decepcionar a todos… Todo eran futuribles que no llevaban a ningún lado.
Hice un último esfuerzo de confianza en medio de dudas y días de lágrimas. Empecé a decírselo a mi familia, a mis hermanos de comunidad, a mis amigos. Tuve respuestas desde la alegría hasta el rechazo, pero sabía que no tenía que hacerlo por agradar a nadie. Finalmente, el 2 de octubre de 2017 entré al Seminario. Pensaba que no duraría ni tres meses, pero, fíjate, el Señor me ha mantenido aquí tres años ya. Cada día es único y en todo ves la mano de Dios que te guía por medio de una palabra, de un gesto de un hermano seminarista, de un formador. El Seminario es la comunidad de los Doce a los que va instruyendo y cuidando junto a sí. En medio de esta comunidad, de esta familia, el Señor me ha ido haciendo comprender toda la historia que ha hecho conmigo. Con el tiempo, entiendes que no hace falta tener una vida espectacular para ser llamado por Él, sino que Él se fija en quien quiere, ya desde el seno materno te elige y te consagra, como al profeta Jeremías. Hoy veo como el Señor hizo conmigo hace 12 años lo mismo que Elí con Samuel: enseñarme a decirle “Habla que tu siervo escucha”. Hoy soy consciente de que seguirle implica negarse a sí mismo y cargar con una cruz que a veces es pesada, tropiezas, dudas. Pero en medio de todo esto, vuelves la mirada a aquel que te llamó para volver a decirle: “Señor, tu conoces todo, tu sabes que te quiero”.
Os pido que recéis por nuestro Seminario, por los que estamos, para que podamos ser fieles a Dios en medio de la debilidad. Rezad para que el Señor siga llamando jóvenes que respondan a su llamada a esta hermosa vocación.
Y rezad por mí.
Unidos siempre en la oración.
Antonio. Seminarista.
Octubre 2020.
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